“You say you want a revolution.
Well, you know:
We all want to change the world…”
(John Lennon)
Well, you know:
We all want to change the world…”
(John Lennon)
El dragón había pasado recién por la puerta de la galería Central, donde nos detuvimos a chismosear y tomar unas fotos. Por eso, cuando un rato después escuchamos panderetas y tumbas en la esquina de Andahuaylas con Puno, creímos que eran los mismos chinos haciendo reverencias por la llegada del Año del Buey. La dueña de la tienda donde buscábamos lentes de sol advirtió a sus empleados que no perdieran tiempo con el espectáculo. “Señito, póngale un poco de lechuga al dragón, para la buena suerte”, dijimos al despedirnos.
Salimos en busca de los danzantes, pero no encontramos a nadie. Es decir, no encontramos a los chinos. En cambio, junto a la iglesia de Santa Catalina, una gordita enfundada en un buzo marrón nos sorprendió con tremendo cucharón de palo. Por un momento, pensé que iba a ofrecernos un trozo de chicharrón humeante, ensartado en un trinche, como hacen los jaladores de Lurín. “O quizás está vendiendo combinado”, me reconforté mentalmente, imaginando la riquísima amalgama de mazamorra morada y arroz con leche.
Ni una ni otra. La señorita nos alcanzó un pequeño volante, tipo mosquito, con un encabezado que nos pareció bastante extraño: El Reino Original de la Revolución de la Cuchara. Hasta ese día, había escuchado de todo sobre revoluciones, pero creo que no estaba preparado para una variante tan novedosa. En mis matinales sanmarquinas, leí por ejemplo que “el poder nace del fusil” y que “a más represión, más revolución”. En esos tiempos, para nadie era un secreto que cierto grupo zanjaba sus discusiones con un sonoro “¡Patria o muerte, carajo!” y que otros celebraban la agudización de las contradicciones sociales como augurio del ocaso del imperialismo. Pero, ¿revolución de la cuchara?
Será que vio en nuestras caras un gesto de sorpresa que un muchachón –-tan gordito como la chica de la cuchara de palo-– se acercó a ofrecernos amablemente un folleto de a sol. “Aquí explicamos por qué no es bueno comer carne”. A los fundamentos del vegetarianismo y sus beneficios sobre la salud de las personas, han sumado un discurso sobre la dimensión económica y ecológica del asunto. Así, un kilo de carne implica también el consumo de cientos de litros de agua, porque la vaca se tomó a lo largo de su vida el equivalente a cinco piscinas olímpicas, más o menos. Entonces, si quieres que el planeta no se quede sin agua antes de tiempo, ya párale con el asado, el bistec y lomito al jugo.
Los detalles de la filosofía de estos nuevos revolucionarios están en su propia página web (www.larevoluciondelacuchara.org). Tienen local en la avenida Javier Prado Este 185 y han creado una suerte de grupo de autoayuda, bautizado como Carnívoros Anónimos. Supongo que emplean el mismo método de los Al-anon: “No me propongo dejar la bebida (la carne, en este caso) para toda la vida, sólo quiero tener fuerza de voluntad para no consumirla hoy.” Verlos en acción proselitista en pleno Barrio Chino es un punto a favor para ellos. Por lo menos, nadie podrá acusarlos de ser revolucionarios de cafetín ni de beneficiarse con jamones ajenos.
Salimos en busca de los danzantes, pero no encontramos a nadie. Es decir, no encontramos a los chinos. En cambio, junto a la iglesia de Santa Catalina, una gordita enfundada en un buzo marrón nos sorprendió con tremendo cucharón de palo. Por un momento, pensé que iba a ofrecernos un trozo de chicharrón humeante, ensartado en un trinche, como hacen los jaladores de Lurín. “O quizás está vendiendo combinado”, me reconforté mentalmente, imaginando la riquísima amalgama de mazamorra morada y arroz con leche.
Ni una ni otra. La señorita nos alcanzó un pequeño volante, tipo mosquito, con un encabezado que nos pareció bastante extraño: El Reino Original de la Revolución de la Cuchara. Hasta ese día, había escuchado de todo sobre revoluciones, pero creo que no estaba preparado para una variante tan novedosa. En mis matinales sanmarquinas, leí por ejemplo que “el poder nace del fusil” y que “a más represión, más revolución”. En esos tiempos, para nadie era un secreto que cierto grupo zanjaba sus discusiones con un sonoro “¡Patria o muerte, carajo!” y que otros celebraban la agudización de las contradicciones sociales como augurio del ocaso del imperialismo. Pero, ¿revolución de la cuchara?
Será que vio en nuestras caras un gesto de sorpresa que un muchachón –-tan gordito como la chica de la cuchara de palo-– se acercó a ofrecernos amablemente un folleto de a sol. “Aquí explicamos por qué no es bueno comer carne”. A los fundamentos del vegetarianismo y sus beneficios sobre la salud de las personas, han sumado un discurso sobre la dimensión económica y ecológica del asunto. Así, un kilo de carne implica también el consumo de cientos de litros de agua, porque la vaca se tomó a lo largo de su vida el equivalente a cinco piscinas olímpicas, más o menos. Entonces, si quieres que el planeta no se quede sin agua antes de tiempo, ya párale con el asado, el bistec y lomito al jugo.
Los detalles de la filosofía de estos nuevos revolucionarios están en su propia página web (www.larevoluciondelacuchara.org). Tienen local en la avenida Javier Prado Este 185 y han creado una suerte de grupo de autoayuda, bautizado como Carnívoros Anónimos. Supongo que emplean el mismo método de los Al-anon: “No me propongo dejar la bebida (la carne, en este caso) para toda la vida, sólo quiero tener fuerza de voluntad para no consumirla hoy.” Verlos en acción proselitista en pleno Barrio Chino es un punto a favor para ellos. Por lo menos, nadie podrá acusarlos de ser revolucionarios de cafetín ni de beneficiarse con jamones ajenos.
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