
La vez pasada, en el cumpleaños de tu mamá, hice lo que pude sobre las losetas. Tú sabes que yo no tengo el don de la danza y, encima, si no le encuentro sentido a la letra, me pongo torpe en las vueltitas, los giros y las palmaditas. Peor aún, cuando algunos salvajes se ponen a aplaudirte, gritando “¡Abajo, abajo, abajo!”, me entran unas ganas de carajearte por exponerme a tamaño ridículo.
A veces, cuando pasas en carro frente a una casa donde hay fiesta, consigues ver cómo se contonean las parejas, pero no escuchas la música. ¿Qué es lo que ves, en el fondo? Yo veo gente tratando de relativizar el peso de sus penurias.
Es como esas secuencias de las películas que te retiran el sonido ambiental para ponerte una musiquita que acompaña los pensamientos del personaje. Es un recurso dramático que he visto en más de una ocasión en escenas de guerra, cuando un balazo le perforó el hígado al héroe. Mientras siente que la vida se le escapa con un chorrito de sangre tibia, el tipo sigue observando el combate, pero su mente está en otro lado, recordando sus maldades y sus momentos gratos, pensando en sus hijos y en lo que dejó por hacer.
Por todo eso, me resulta imposible bailarme un “Solo tú” interpretado por Los Caribeños. He leído en Youtube algunos comentarios de gente que sostiene que la versión de los músicos de Guadalupe es mejor que la original, de Matía Bazar.
Como no existe delito de opinión, me abstengo de atizar el debate. Pero para que no queden dudas, pongo a consideración del respetable –así nombran al público los comentaristas de deportes, ¿cierto?— el clip de Antonella Ruggiero cantando el temita en mención, allá por 1977, y la interpretación de los muchachos del norte. Videito manda.