miércoles, 2 de diciembre de 2009

El televisor y la tierra plana

Al final de mi infancia, la tierra todavía era plana. En 1972, llegamos de Chincha en el Ford amarillo de mi papá para instalarnos en San Felipe, y cinco años más tarde mis conocimientos de geografía aplicada llegaban solo hasta los maizales de Carabayllo por el este, y a la invasión de San Carlos por el oeste.


Por el norte, mi hermano Lucho, mis amigos del jirón Paita y yo, alguna vez incursionamos en las chacras donde después se levantaría la urbanización Tungasuca; y por el sur, el horizonte se recortaba en los cerros de Collique con sus murallas preincas, junto a la avenida Túpac Amaru.


Nuestro barrio terminaba a dos cuadras de mi casa, en un descampado donde los choferes de la línea 78 instalaron su último paradero. Esos buses pintados de rojo, con franja blanca debajo de las ventanas, eran la única posibilidad de contacto con el centro de Lima y cubrían la ruta Comas-Dos de Mayo en una hora con diez minutos.


Hasta hoy no sé por qué, pero en San Felipe todos los domingos eran soleados. Mi mamá fue la primera en notarlo, así que invitaba a mis tíos a que nos visitaran precisamente esos días. Los fines de semana no teníamos más obligación que hacer las tareas escolares y nos quedaban las tardes libres para disfrutar a nuestras anchas en el patio del fondo, en el segundo piso, o con los amigos que vivían cerca al Colegio 2049.


Un manzano y un palto crecían en el jardín posterior, y una acacia y un caucho de tronco grueso adornaban el jardín delantero. Además, mi papá había sembrado una buganvilla que floreaba de fucsia intenso a un costado de la cochera. Teníamos una campanilla, un cardenal, un jazmín y un floripondio, orejas de elefante, costillas de Adán, hierbaluisa, siemprevivas y helechos. Atrás, una parra daba sombra y racimos de uva sobre un patio de piso rojo, donde armamos dos columpios con soga y asientos de madera. Allí mismo, alguna vez cultivé nabos y rabanitos.


Por varios años, nuestro televisor fue el mismo que nos acompañó en la mudanza Chincha-Lima: un rectángulo de madera con cuatro patas oblicuas, una pantalla verdosa y dos perillas del tamaño de una mandarina, una para cambiar los canales y otra para graduar el volumen. La marca del aparato no la recuerdo; lo que no olvido nunca es que sus imágenes eran en blanco y negro y que funcionaba una vez a las quinientas.


Algunas tardes, conversando con mi hermana Patricia y mi mamá en la casa de Santa Isabel, nos hemos preguntado si no habrá sido por ese bendito aparato y sus fallas permanentes que todos nosotros salimos tan buenos alumnos en el colegio. Mi hermana Camucha es imbatible en todas las materias; Lucho es genial en matemáticas, lo mismo que Patty. Humildemente, yo me defiendo en todo aquello que no es ciencias y que la gente, para abreviar, prefiere llamar simplemente “letras”.


Por culpa de ese maldito televisor, por ejemplo, nunca pude participar con seguridad en las conversaciones de mis amigos sobre las aventuras de Marco, la adaptación en dibujos animados de una de las historias de la novela Corazón. De todos los capítulos de media hora que transmitió el Canal 5 con sintonía total por los años 70, nosotros habremos visto completos no más de cuatro.


Cuando tratábamos de regular los tonos claros y oscuros para apreciar mejor las imágenes, aparecían rayas horizontales que malograban todo. Cuando lográbamos estabilizar el cuadro, se iba el sonido. Y cuando recuperábamos las voces, la pantalla se partía en dos e invertía la imagen, de modo que veíamos los zapatos arriba y los pelos abajo. Cuando resolvíamos todas esas deficiencias, el programa había terminado.


Al pobre armatoste le hacíamos cosas con alicates, desarmadores y alambres. Sin embargo, puedo decir con orgullo que nunca recurrimos al método del martillazo.


Con la astucia adquirida en sus años de maestra rural, mi mamá nunca mandó a arreglar en serio ese televisor. Venía un técnico, destapaba la máquina y pedía que compráramos repuestos para reemplazar los tubos quemados. Mi mamá recibía el papelito con las indicaciones y respondía: “Lo llamaré cuando haya comprado las piezas nuevas.” Nunca llamaba.


Así pasamos varios años, aplicando una variante del evangelio de San Mateo: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el televisor.” Nuestras noches no eran de telenovela sino de conversaciones. Teníamos libros por toda la casa y los revisábamos tendidos de barriga sobre los vinílicos de la sala. Escuchábamos la radio, contábamos cuentos de fantasmas y recorríamos continentes con la imaginación, volando sobre los mapas de un Atlas gigante de tapa dura, que vino de regalo con la enciclopedia Temática de catorce tomos.


Gracias ese aparato de cuatro patas, yo no vi Marco en dibujos animados, pero sí leí “De los apeninos a los andes” –más emotiva, más dolorosa, más contundente– en las páginas de Corazón, contada en palabras del propio Edmundo de Amicis. Con mis hermanos pasó lo mismo: cada uno aprovechó a su manera aquellos tiempos de sequía televisiva.


En Buenos Aires, hace un par de años, cuando visité Caminito con María Ynés, los murales sobre inmigrantes italianos cerca del puerto me transportaron a la historia de Marco y su mono, a mi viejo televisor blanco y negro, a la mirada de mi mamá. Y aterricé como por arte de magia en mi infancia en San Felipe, cuando la tierra era todavía nueva e inevitablemente plana.

martes, 1 de diciembre de 2009

INEN: 12 mil nuevos casos de cáncer cada año

En la radiografía de la salud pública en el Perú, la sombra del cáncer se expande sin remedio ni solución a la vista. Solo este año, 12 mil personas fueron diagnosticadas con diversos tipos de linfomas, sarcomas y carcinomas, según estadísticas del Instituto Nacional de Enfermedades Neoplásicas (INEN).

Una vez más, las matemáticas pueden ayudarnos a visualizar la dimensión del problema: 12 mil casos al año equivalen a mil por mes; a 33 por día y a 1.38 nuevos casos por hora. Cuando termine de escribir este post, al menos una persona recibirá la demoledora noticia: “Tienes cáncer”.

Los médicos del INEN y su director, el ex ministro Carlos Vallejos, se esmeran en promover campañas de información. “El cáncer no se cura, pero puede prevenirse”, es su lema de batalla. Por ahora, solo piden más presupuesto para descentralizar su instituto y abrir filiales en Junín y Loreto.

¿Por qué son importantes las sedes regionales? Primero, porque el cáncer ya alcanzó niveles de pandemia y no hace distinción entre capital y provincia, ni entre zona rural y sector urbano. Y segundo, porque el traslado de los enfermos a Lima eleva los costos de un tratamiento de por sí sumamente caro.

Además, el soporte de la familia suele jugar un papel clave en la recuperación de los pacientes. Transitar el post operatorio después de una gastrectomía total es una cosa cuando tienes a tu esposo y tus hijos al lado; y es otra completamente diferente si sólo te atiende un técnico en enfermería cada cuatro horas.

Para quien debe enfrentarse al cáncer, las palabras más difíciles de escuchar en la boca de un médico son seis: “Ya no hay nada que hacer”. Las más alentadoras, en cambio, son tres: “Vas a curarte”. Si en la ruleta oncológica te toca esta segunda opción, dale gracias a Dios y pon todo de tu parte.

Sin embargo, no es buena idea dejar las cosas en manos de la suerte. Si tienes brevete, sabes que lo mejor es manejar a la defensiva para evitar accidentes. Del mismo modo, en el terreno de la salud, lo mejor es asumir estilos de vida sana. La información está disponible por todas partes.

El doctor Vallejos propone que se fije en 60% el impuesto a los cigarrillos, lo cual encarecería el tabaco pero difícilmente frenaría su consumo. Y es que en la lógica de algunos fumadores, quienes no nacieron con genes cancerígenos no desarrollarán la enfermedad ni aunque se fumaran un container repleto de puros.

Cuatro años y cuatro meses después de mi propio diagnóstico, lo único que puedo recomendar a mis amigos es que se hagan un chequeo periódico. Las molestias de un control oportuno son nada en comparación con las penurias de un caso perdido.

Acompaño este post con la foto de unos plátanos sembrados en el sétimo piso de un edificio en el corazón de Miraflores. En principio, se me ocurrió que el ocupante de ese departamento sería un estrafalario amante de las plantas. Ahora, le otorgo el beneficio de la duda y pienso que quizás se trate de alguien que solo espera respirar un poquito más de oxígeno, en una ciudad invadida por el smog y el caos.