
De todo lo que me ha sido entregado, algo debo elegir para mi último viaje. La tarea puede ser injusta: la vida ha sido tan generosa con estos más de 40 años, con estos ochenta kilos, con estos cinco sentidos, con estos ojos que miraron todo lo que estuvo a su alcance, que elegir uno o dos momentos de tanto vivido, siempre me dejaría un sabor a poco y a ingratitud.
De todo lo que se me ha prestado, debo devolver casi todo. De acuerdo con la sabiduría de los primeros americanos, este planeta le pertenece a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos. Y como ocurre con todo crédito, aquello que se recibe, será devuelto con intereses.
Antes de mi último embarque, intento hacer una síntesis, para mezclar en una sola burbuja el amor de mis padres, el cariño de mis hermanos, la sonrisa de mis hijos, la serenidad de mis maestros, la paciencia y la generosidad de mis amigos, el encanto de una mujer, la maravilla de una canción que tarareo de vez en cuando, la intensidad del deseo, la rapidez del pensamiento, la fortuna de habernos conocido, la grandeza de mi patria, el color del amanecer, la tibieza del año nuevo, el rumor de un río que transita sin descanso al sur de esta ciudad, el frío de agosto, la inmensidad de lo oscuro y el silencio de lo infinito. (Todo esto lo aprendí del gran Jorge Luis: podría repetir de memoria el Otro poema de los dones.)
Escribo esta pequeña historia antes de mi último embarque. Ni yo mismo sé ahora cuál es mi destino. Quizás sea esa la clave de una vida maravillosa. ¿A quién le interesa vivir con la certeza de lo que nos traerá el mañana, a quién le satisface caminar con la precisión de un agente de bolsa? Escribo hoy, porque hoy comienza una nueva historia. Cada amanecer trae la promesa de un destino brillante.
Si cien violines sonaran al mismo tiempo, esperaría a que callaran noventa y nueve, para probar en uno solo de ellos la esencia de la melodía. No me incomoda la amplitud de la abundancia, pero puedo ser feliz con el corazón de las cosas y las situaciones. Como el gran Pablo, confieso aquí y ahora que he vivido esperando. Tengo el don de la paciencia y en alguna de mis vidas anteriores debo haber sido pescador o alfarero. Sé, entonces, que la felicidad se dora a fuego lento.
Este es mi último viaje, en cierto sentido figurado. He pecado. He fallado. He mentido. He sido débil. Esa es nuestra normalidad. Mi madre puede estar orgullosa de mí: soy un hombre de bien. Creo en Dios pero no me intimida su grandeza. Y aprovecho de su benevolencia para hacer de las mías de tanto en tanto.
Nadie me obliga a usar este boleto. Mi último viaje lo hago por voluntad propia. Nada me apura, nada me apremia, nada me sobrecoge. Si tuviera que ser más preciso, diría que no estoy partiendo, pese a que con cada día que termina, estamos más cerca de la hora de la verdad.
Doy gracias a la vida –como la gran Mercedes— porque me obligó a cruzar el desierto sin más armas ni equipaje que la esperanza. Y ahora que lo he cruzado, puedo mirar hacia atrás sin escalofríos. En el camino encontré a otros viajeros. Algunos iban en caravana, formando una sucesión penosa de escombros y desolación. ¡Dios, Dios!
Hubiera querido abrazarlos a todos y decirles: “Hermanos, caminemos juntos”. Pero algunos venían ya con tan pocas fuerzas que no lo hubieran logrado, aunque los hubiera llevado sobre mis hombros. No me siento culpable ni me culpo por egoísta. Tengo marcado el sentido del deber en la piel, el cerebro y el corazón, y por eso estoy dispuesto al sacrificio.
En el fondo, sé que el dolor, cuando no aniquila, purifica. Y de tanta pureza, de tanta espera, de tanta contemplación, de tanto amor entregado y recibido, de tanto escribir por compromiso y de tanto escribir por cariño, me embarco en este último viaje, que bien podría resumirse en una pregunta que yo, por ahora y sin ayuda, no puedo contestar. Si las palabras pueden simular la sabiduría, quien las escucha puede también considerarse un sabio. Y erudito o principiante, ignorante, oyente, receptor, amigo, doliente, amante, caminante, desbordante, me lanzo a esta última arremetida, para preguntar, como lo supimos siempre: ¿Quiénes somos ahora?