jueves, 15 de enero de 2009

¿Quiénes somos ahora?

(A VECES ME PASA. A VECES NOS PASA...)

De todo lo que me ha sido entregado, algo debo elegir para mi último viaje. La tarea puede ser injusta: la vida ha sido tan generosa con estos más de 40 años, con estos ochenta kilos, con estos cinco sentidos, con estos ojos que miraron todo lo que estuvo a su alcance, que elegir uno o dos momentos de tanto vivido, siempre me dejaría un sabor a poco y a ingratitud.


De todo lo que se me ha prestado, debo devolver casi todo. De acuerdo con la sabiduría de los primeros americanos, este planeta le pertenece a nuestros hijos y a los hijos de nuestros hijos. Y como ocurre con todo crédito, aquello que se recibe, será devuelto con intereses.


Antes de mi último embarque, intento hacer una síntesis, para mezclar en una sola burbuja el amor de mis padres, el cariño de mis hermanos, la sonrisa de mis hijos, la serenidad de mis maestros, la paciencia y la generosidad de mis amigos, el encanto de una mujer, la maravilla de una canción que tarareo de vez en cuando, la intensidad del deseo, la rapidez del pensamiento, la fortuna de habernos conocido, la grandeza de mi patria, el color del amanecer, la tibieza del año nuevo, el rumor de un río que transita sin descanso al sur de esta ciudad, el frío de agosto, la inmensidad de lo oscuro y el silencio de lo infinito. (Todo esto lo aprendí del gran Jorge Luis: podría repetir de memoria el Otro poema de los dones.)


Escribo esta pequeña historia antes de mi último embarque. Ni yo mismo sé ahora cuál es mi destino. Quizás sea esa la clave de una vida maravillosa. ¿A quién le interesa vivir con la certeza de lo que nos traerá el mañana, a quién le satisface caminar con la precisión de un agente de bolsa? Escribo hoy, porque hoy comienza una nueva historia. Cada amanecer trae la promesa de un destino brillante.


Si cien violines sonaran al mismo tiempo, esperaría a que callaran noventa y nueve, para probar en uno solo de ellos la esencia de la melodía. No me incomoda la amplitud de la abundancia, pero puedo ser feliz con el corazón de las cosas y las situaciones. Como el gran Pablo, confieso aquí y ahora que he vivido esperando. Tengo el don de la paciencia y en alguna de mis vidas anteriores debo haber sido pescador o alfarero. Sé, entonces, que la felicidad se dora a fuego lento.


Este es mi último viaje, en cierto sentido figurado. He pecado. He fallado. He mentido. He sido débil. Esa es nuestra normalidad. Mi madre puede estar orgullosa de mí: soy un hombre de bien. Creo en Dios pero no me intimida su grandeza. Y aprovecho de su benevolencia para hacer de las mías de tanto en tanto.


Nadie me obliga a usar este boleto. Mi último viaje lo hago por voluntad propia. Nada me apura, nada me apremia, nada me sobrecoge. Si tuviera que ser más preciso, diría que no estoy partiendo, pese a que con cada día que termina, estamos más cerca de la hora de la verdad.


Doy gracias a la vida –como la gran Mercedes— porque me obligó a cruzar el desierto sin más armas ni equipaje que la esperanza. Y ahora que lo he cruzado, puedo mirar hacia atrás sin escalofríos. En el camino encontré a otros viajeros. Algunos iban en caravana, formando una sucesión penosa de escombros y desolación. ¡Dios, Dios!


Hubiera querido abrazarlos a todos y decirles: “Hermanos, caminemos juntos”. Pero algunos venían ya con tan pocas fuerzas que no lo hubieran logrado, aunque los hubiera llevado sobre mis hombros. No me siento culpable ni me culpo por egoísta. Tengo marcado el sentido del deber en la piel, el cerebro y el corazón, y por eso estoy dispuesto al sacrificio.


En el fondo, sé que el dolor, cuando no aniquila, purifica. Y de tanta pureza, de tanta espera, de tanta contemplación, de tanto amor entregado y recibido, de tanto escribir por compromiso y de tanto escribir por cariño, me embarco en este último viaje, que bien podría resumirse en una pregunta que yo, por ahora y sin ayuda, no puedo contestar. Si las palabras pueden simular la sabiduría, quien las escucha puede también considerarse un sabio. Y erudito o principiante, ignorante, oyente, receptor, amigo, doliente, amante, caminante, desbordante, me lanzo a esta última arremetida, para preguntar, como lo supimos siempre: ¿Quiénes somos ahora?


miércoles, 14 de enero de 2009

La prueba de Elisa

UNA MIRADA A LA EMBLEMÁ- TICA COOPERATIVA DE AHORRO Y CRÉDITO DE LOS AÑOS 80, CONVERTIDA HOY EN UN ENOR- ME CAOS DE DIEZ PISOS EN EL CORAZÓN DE LIMA


Esta mañana estuve en el centro de Lima con mi hija. Decidimos visitar la feria de libros del jirón Quilca, para comprar una novela de José Vasconcelos que ella debe leer como tarea de vacaciones. Estacionamos el auto a media cuadra, en una cochera de Cailloma, justo en frente de lo que fue la cooperativa Santa Elisa.

Como a muchos adolescentes de ahora, a mi hija no le gusta mucho la idea de ir al centro. Le parece caótico y hostil. Sin embargo, la convencí para echar un vistazo a ese edificio de diez pisos, al que fui tantas veces cuando funcionaban allí un cineclub, un diario de izquierda y un comedor más o menos plantado.

Me costó creer lo que encontramos en nuestra breve incursión matinal: filas de mesas trajinadas y en orden precario, donde los promotores del referéndum sobre el Fonavi hablan con viejos esperanzados en la devolución de sus aportes; libreros que han encontrado en este edificio un espacio donde montar dos caballetes y un tablón para ofrecer libros que ya nadie compra; academias de artes marciales en la penumbra, de las que brotan sonidos y arengas con aires asiáticos; vendedores de menú popular y comensales cansados. En las ventanas de los pisos superiores, tendales armados con cables eléctricos muestran al transeúnte calzones, sostenes, camisas, bluyines, frazadas y medias, en un colorido mix de ropa recién lavada.

Si la decadencia tuviera que elegir un rostro, este lugar sería un candidato de fuerza. ¿Quién no se acuerda de lo que fue Santa Elisa? Allí me tocó ver, por ejemplo, "Fiebre Latina," una película sobre “chicanos” con cinco finales magistralmente distintos. Allí escuché a Puka Sonqo, el grupo de canto latinoamericano referente en mis primeros días de universitario. Allí se editaba La Voz, el diario de un ala de la izquierda peruana antes de la ruptura de 1990. Allí funcionaba un comedor autoservicio de razonable relación calidad-precio, al que acudían los oficinistas de la zona. En Santa Elisa creo que hasta mi madre pidió un préstamo para enrejar el patio de mi casa.

¿Habrá manera de recuperar al menos el local de lo que fue una emblemática cooperativa de ahorro y crédito en los años ochenta? Es una prueba de fuego.

(FOTO DEL JIRÓN QUILCA, a media cuadra de Santa Elisa. La foto es de KLAUS-PETER HEUSSLER. Tomada de www.kheussler.de)

lunes, 12 de enero de 2009

El corresponsal de Huaral


Hace tiempo que no lo escucho, lo cual no significa que él haya dejado de hacer de las suyas. No sé cómo se llama. En realidad, su nombre no viene al caso. Lo que importa es que trabaja como periodista. Vive en Huaral –apenas a una hora de Lima– y es corresponsal de una cadena de radio de alcance nacional.


Una tarde, sintonicé la radio del auto justo cuando el locutor en cabina daba pase al susodicho. “Ah, ya. ¿A quién habrán matado hoy en Huaral, a qué comerciante habrán descuartizado, a qué niño habrán violado, a qué ómnibus habrán asaltado?”, le pregunté a María Ynés. “Porque este tío sólo sabe dar las malas noticias”.


Dicho y hecho. El corresponsal reportó ese día un asalto con asesinato en una farmacia en un barrio equis de su localidad. “¿Te das cuenta? –le dije molesto a María Ynés–. Para este tipo, en su pueblo solo ocurren tragedias.”


No era la primera vez que lo había oído. La verdad es que por varios meses, cada vez que anuncian la ronda regional en esa radio, me he dado tiempo para escuchar el tipo de informaciones que reportan sus corresponsales. Hay de todo, es cierto, pero el que nunca falla es el huaralino: siempre con lo peor, siempre con la basura.


María Ynés no es de contradecirme, aunque yo no tenga razón. Pero esa tarde su aprobación era genuina. Analizamos al vuelo la estructura del despacho: tenía fuentes creíbles, pues citaba a la policía de Huaral; el corresponsal se había dado el trabajo de ir al lugar de los hechos, pues presentó el testimonio de los vecinos, y había sido concreto, pues no demoró más de un minuto. En resumen, la forma periodística era aceptable. Lo que estaba “hasta el queso” era lo que el tipo llevaba en la cabeza.


Probablemente, alguien le dijo –como a nosotros— que las malas noticias para la gente son las buenas noticias para el periodista. Seguramente, alguien le dijo que la sangre y el morbo venden. Y de hecho que alguien lo convenció de que el mejor periodismo se hace en la sección policial.


Lo que posiblemente nadie le dijo es que él, como periodista, tiene una dosis de responsabilidad en la re-construcción mediática de la realidad, y que apilando caca sobre excremento, lo único que consigue es traerse abajo la imagen ya desgastada de su pueblo a una hora de Lima.


No creo que el corresponsal de Huaral sea el culpable de que en su pueblo todos los días maten a alguien. Ocurre en todas partes. Lo que sí creo es que el corresponsal de Huaral podría darse el trabajo de reportar también aquello que marcha bien en su pueblo. ¿O es que no hay ninguna noticia buena en el norte chico?


Llevando el tema un poco más allá, creo también que cada uno de nosotros tiene un poco de "corresponsal huaralino" programado en piloto automático. “¿Cómo estás, hermano?”, le pregunta uno a un amigo que no ve en meses. “¡Jodido, compadre!”, te responden al toque. “¿Y cómo está su hija, señito?”, le busca uno conversación a la vecina. “Allí, hijo, fregada con el embarazo”. Y cosas por el estilo, como si en la vida de algunas personas solo ocurrieran tragedias. ¿Luchar contra el pesimismo es también luchar contra la pobreza?


(La foto en este post la he tomado de Huaralperu.com. Gracias)