–- No te alcanza–-, comentó la empleada.
–- Pero, ¿cómo? Esta mañana tenía como cincuenta soles de saldo y hoy solo he abonado el pago mínimo de mi tarjeta de Saga –-respondió el chico-–. Me deben quedar como veinte soles.
–- Lo siento, no te alcanza.
–- Pero, ¿cómo? Esta mañana tenía como cincuenta soles de saldo y hoy solo he abonado el pago mínimo de mi tarjeta de Saga –-respondió el chico-–. Me deben quedar como veinte soles.
–- Lo siento, no te alcanza.
La esposa decidió entonces retirar de la bolsa de compras la botella de aceite, con lo que descontaba casi siete soles.
–- ¿Puede probar ahora?–-, preguntó la muchacha.
–- A ver, pues –-dijo la cajera, con desgano, mientras llamaba a la supervisora, brazo en alto, para anular el precio del aceite-–. Tampoco, amiga, tu saldo no cubre.
–- ¿Puede probar ahora?–-, preguntó la muchacha.
–- A ver, pues –-dijo la cajera, con desgano, mientras llamaba a la supervisora, brazo en alto, para anular el precio del aceite-–. Tampoco, amiga, tu saldo no cubre.
Los esposos se miraron, sin saber qué decir. La supervisora terció en la conversación, con tono tajante:
–- Señor, antes de comprar, usted debe saber cuánto tiene en su cuenta. No nos haga perder el tiempo.
–- Pero, señorita, le digo que tenía veinte soles. Creo que me quedaban como veinte soles.
–- No, señor, no tiene veinte soles.
–- Señor, antes de comprar, usted debe saber cuánto tiene en su cuenta. No nos haga perder el tiempo.
–- Pero, señorita, le digo que tenía veinte soles. Creo que me quedaban como veinte soles.
–- No, señor, no tiene veinte soles.
Los que esperábamos en la fila empezábamos a impacientarnos. Era una sensación extraña: eran dos jóvenes que regresaban del trabajo y pretendían comprar lo que podía ser su cena o su desayuno. Y estaban retrasando la fila porque no tenían para pagar su consumo. Molestaba porque era la hora en que todo el mundo quiere marcharse a casa. Pero lo que teníamos a la vista generaba un poco de compasión. La supervisora retiró el detergente y probó una vez más. Nada. Bajó entonces el tarro de leche. Nada. Sacó las galletas. Tampoco, nada. En la bolsa quedaban el zapallo, las papas y el apio.
–- Señor, ¿no tiene cinco soles en el bolsillo para pagar aunque sea esto?–- preguntó la cajera.
–- Disculpe, señorita, pero no tengo.
–- Señor, ¿no tiene cinco soles en el bolsillo para pagar aunque sea esto?–- preguntó la cajera.
–- Disculpe, señorita, pero no tengo.
Me dieron ganas de prestarle los cinco soles, pero así habría aumentado la vergüenza que dejaba notar en su rostro la muchacha, obligada a bajar el zapallo y el apio de la bolsa amarilla. Ella metió la mano en el bolsillo de su pantalón y sacó un sol para pagar el medio kilo de papas. Se fueron refunfuñando. Habían consumido su crédito. Habían entregado su última cuota de vergüenza en la caja rápida.