lunes, 19 de enero de 2009

La última cuota

En la caja rápida de Metro, una noche me tocó el turno de pagar después de una pareja de jóvenes. Por su aspecto cansado, supongo que venían de trabajar. Tenían en la canastilla medio kilo de papas, un atadito de apio, una tajada de zapallo, una botella de aceite, una bolsa de detergente, un paquete de galletas y una lata de leche. El valor de su compra debía bordear los dieciocho soles. Cuando la encargada terminó de pasar los artículos por la lectora óptica, el muchacho le tendió una tarjeta de débito y digitó su clave.

–- No te alcanza–-, comentó la empleada.
–- Pero, ¿cómo? Esta mañana tenía como cincuenta soles de saldo y hoy solo he abonado el pago mínimo de mi tarjeta de Saga –-respondió el chico-–. Me deben quedar como veinte soles.
–- Lo siento, no te alcanza.

La esposa decidió entonces retirar de la bolsa de compras la botella de aceite, con lo que descontaba casi siete soles.
–- ¿Puede probar ahora?–-, preguntó la muchacha.
–- A ver, pues –-dijo la cajera, con desgano, mientras llamaba a la supervisora, brazo en alto, para anular el precio del aceite-–. Tampoco, amiga, tu saldo no cubre.

Los esposos se miraron, sin saber qué decir. La supervisora terció en la conversación, con tono tajante:
–- Señor, antes de comprar, usted debe saber cuánto tiene en su cuenta. No nos haga perder el tiempo.
–- Pero, señorita, le digo que tenía veinte soles. Creo que me quedaban como veinte soles.
–- No, señor, no tiene veinte soles.

Los que esperábamos en la fila empezábamos a impacientarnos. Era una sensación extraña: eran dos jóvenes que regresaban del trabajo y pretendían comprar lo que podía ser su cena o su desayuno. Y estaban retrasando la fila porque no tenían para pagar su consumo. Molestaba porque era la hora en que todo el mundo quiere marcharse a casa. Pero lo que teníamos a la vista generaba un poco de compasión. La supervisora retiró el detergente y probó una vez más. Nada. Bajó entonces el tarro de leche. Nada. Sacó las galletas. Tampoco, nada. En la bolsa quedaban el zapallo, las papas y el apio.
–- Señor, ¿no tiene cinco soles en el bolsillo para pagar aunque sea esto?–- preguntó la cajera.
–- Disculpe, señorita, pero no tengo.

Me dieron ganas de prestarle los cinco soles, pero así habría aumentado la vergüenza que dejaba notar en su rostro la muchacha, obligada a bajar el zapallo y el apio de la bolsa amarilla. Ella metió la mano en el bolsillo de su pantalón y sacó un sol para pagar el medio kilo de papas. Se fueron refunfuñando. Habían consumido su crédito. Habían entregado su última cuota de vergüenza en la caja rápida.