miércoles, 9 de junio de 2010

Un par de “tabazos” para los idealistas del Facebook


Cuando le preguntan por la utilidad de Internet y las redes sociales, Eloy Jáuregui se pone en la fila de los escépticos. Y un poquito más atrás, lo acompaña Marco Sifuentes. Ninguno de los dos necesita mayor presentación. Basta decir que, además de periodistas, ambos son asiduos de la red y creen en ella cada uno a su manera.

“El 99 por ciento de la gente que entra al Facebook lo hace para contar su orgía de la semana”, se lamenta Jáuregui, en tono sarcástico. “A mí, los amigos me preguntan: Eloy, ¿cuándo subes las fotos de tu última huasca?”. En resumen –sentencia–, yo creo que las redes sociales no sirven para nada, o para nada útil, al menos.

Sentados a la mesa de honor en el hemiciclo Porras Barrenechea del Congreso, Jáuregui y Sifuentes reflexionan sobre la red de redes, frente a un público formado principalmente por estudiantes de periodismo, a quienes alguien intenta hacerles creer que los blogs, el tweeter y el “Face” pueden servir para el cambio social.

¿Cómo construimos una opinión pública más informada con los recursos de la red?, se pregunta el creador del muy visitado sitio “El útero de Marita”. “En realidad, Internet no va a crear conciencia social en las personas –se responde él mismo—. La web abierta cada día importa menos, la gente va directamente a las aplicaciones.”

“Nos dijeron que Internet crearía más ciudadanía y eso fue un cuento de hadas. En el Perú, la página más visitada es elcomercio.com –donde reinan los temas del espectáculo, notas sobre “Al fondo hay sitio” y el caso del holandés— y le sigue Cholotube”, explica Sifuentes. ¿Con esos contenidos se puede crear ciudadanía?

A tono con los tiempos, y ahora que se viene la campaña electoral, ninguno de los dos pierde la ocasión de referirse al tema, para machacar a su gusto.

“Hace cinco años –cuenta Eloy Jáuregui— una amiga mía que cursaba una maestría en periodismo en la Universidad Complutense de Madrid, llegó a Lima para ofrecer el servicio de creación y administración de blogs a los candidatos al Congreso”. La idea que quería vender esta señorita era simple: un postulante más cercano al votante de a pie, tiene más posibilidades de ganar la elección.

“La amiga presentó su propuesta a medio mundo; algunos políticos se mostraron interesados y sólo uno tomó sus servicios: ese perdió la elección”, afirma Eloy, con una carcajada, celebrada con bullicio por su ocasional audiencia. “Es que Internet no sirve para nada”, se ratifica el autor de “Usted es la culpable”.

Peor aún. Entre los políticos y candidatos, que empiezan a tomar el Facebook por los flancos, existe la creencia ilusa de que cada “amigo” es un voto, y que un “fan” es, en sí mismo, un activista en potencia. Sifuentes cierra su comentario con realismo: “Esa es una gran mentira.”

lunes, 29 de marzo de 2010

Un chifita con Manuel Jesús Orbegozo


Sentado a la mesa de un chifa en San Antonio, con algunos de sus ex alumnos de periodismo, Manuel Jesús Orbegozo aprovecha la hora del almuerzo para dejar de lado la posición de maestro y tomar, una vez más, la condición de amigo.


Desde la sopa wantán con que abrimos nuestra faena, estoy siguiendo con atención las palabras y el tono de sus comentarios. Y a estas alturas, cuando un tallarín humeante domina el centro de la rueda de comensales, no me queda ninguna duda: Orbegozo va a despedirse.


Lleva una guayabera cacao claro y un pantalón gris. Los bigotes son los de siempre, los mismos que usaba en la universidad, aquellos con que aparece en sus fotos junto a Pelé, la Madre Teresa, Arafat y otros personajes que en las décadas finales del siglo pasado coparon la escena mundial.


Habla más quedo, escucha menos y responde una cosa por otra. Selecciona sus alimentos, coloca las carnes más secas a un costadito del plato, separa las verduras de pulpa vidriosa y arrima con el tenedor los cartílagos. Eso es natural a los ochentaitantos.


Acaba de contarnos que enfermó de tristeza cuando se jubiló en San Marcos, que la vida suele ser dura si uno no tiene cerca a la gente que más quiere, y que el cardiólogo le ha recetado un poco más de amistad cada día. “Va a despedirse”, digo dentro de mí, mientras acomodo un pequeño trípode al costado de mi vaso de Inca Kola, para grabar un minuto de video.


“No me dejen, soy feliz cuando los veo. Reúnanse; ustedes han crecido juntos, no solo como profesionales sino también como personas. Las puertas de mi casa están abiertas para ustedes.”


Orbegozo es uno de los periodistas más prolíficos del país. Las anécdotas y las historias detrás de sus reportajes están regadas en Internet. Pero oírlas una vez más, en la voz del protagonista principal, tiene su encanto.


Y, entonces, lo seguimos en sus andanzas por África cuando juzgaron a Bokassa; en su pueblo natal donde descubrió el poder fiscalizador de la prensa, en sus viajes por Asia y sus incursiones en Europa, y en sus ocho vueltas al mundo como cronista de un diario cuya posición en ciertos momentos críticos de la historia local es discutible.


Una hora más tarde, la gallina tipakay y el pollo enrollado también han pasado a mejor vida. El chaufa especial recibe los últimos picotazos desde mi sitio. El mozo ronda nuestra mesa, como esperando que le pidamos la cuenta. De pronto, Orbegozo confirma lo que yo sospechaba, e inicia una suerte de despedida: “Cuando me muera, que solo los sanmarquinos me lleven a la tumba. Nadie más”.


Sorprendidas, Mariella y Susana sueltan un quejido: “¡Ayyy… no diga eso, profesor!”. Antonieta le da unas palmaditas en el hombro, tratando de consolar a un hombre que no pide consuelo. Y Sarita me mira, sin saber qué decir ante lo que parece ser la expresión de un último deseo.


A Manuel Jesús lo han tildado de “humalista” por ciertos comentarios en la campaña electoral de 2006; lo han criticado sin piedad por su defensa del régimen chino tras la masacre de Tiananmen en 1989; y lo han llamado hasta “lacayo de los Miró Quesada” por trabajar más de tres décadas en El Comercio.


Hacia finales del régimen fujimorista, Orbegozo fue director del diario El Peruano. Y cuando tuvo que aplicar una política de reducción de personal en el periódico del Estado, algunos de sus ex alumnos que perdieron el puesto dijeron que él se había convertido en un desalmado. Lo que nadie podrá decir con sustento es que Manuel Jesús ha sido un mal maestro.


“No quiero que nadie más me lleve a la tumba, por favor –repite, poniendo énfasis en cada sílaba, con el tono de quien da una orden inamovible–. Ningún político, ninguna autoridad, solo mis alumnos, solo los sanmarquinos”.


El chifa de San Antonio ha quedado vacío, a excepción de nuestra mesa. El mozo trae una boleta detallada. Son ciento setenta soles que Orbegozo cancela de prisa, sin darnos la oportunidad de compartir gastos. “Pero, profesor, déjenos pagar a nosotros”, reclama Mariella. Manuel Jesús se limpia los bigotes con una servilleta de papel y sonríe: “La próxima, invitan ustedes”.

viernes, 12 de febrero de 2010

¿Nacionalizado norteamericano?

Los amigos del Partido Nacionalista han presentado una denuncia muy seria respecto a una serie de deficiencias en ortografía y sintaxis en los textos escolares que reparte el Ministerio de Educación. Por mí, que quemen al editor responsable de esos libros, junto a su corrector de estilo.

Lo que me llama la atención es que en su nota informativa, los “asesores de prensa” nacionalistas cometen un error peor que el que originó la denuncia. Hablan de Carlos Noriega, el astronauta nacido en Lima, y dicen que ahora él es “nacionalizado norteamericano o de nacionalidad americana”.

¿”Nacionalizado norteamericano”? Entonces, ¿Noriega es de Canadá, Estados Unidos y México al mismo tiempo? ¿Hizo los trámites de nacionalización ante la embajada “norteamericana” en Ottawa, Washington, Ciudad de México? ¿Canta el himno nacional de Norteamérica?

¿”De nacionalidad americana”? Pucha, no me salgan los nacionalistas con el rollo de que solo los gringos son americanos. Personalmente, me siento más americano que Bruce Willis y Peter Parker. ¿Acaso tengo que vestir el uniforme camuflado del U.S. Army para que en África me llamen “americano”?

La discusión respecto al uso del término “americano” es antigua y estoy seguro de que el presidente Chávez podría zanjarla en dos patadas, mirando fijamente a los ojos de “George Doble Bush”, como alguna vez el dignatario venezolano llamó al entonces presidente de Estados Unidos. Aquí, algo huele a azufre.

Pero, volviendo al tema de fondo, es una lástima que miles de libros oficiales se publiquen con tantas imperfecciones. Lo otro es anécdota. Me apena también que el buen viceministro Idel Vexler quiera minimizar el asunto, diciendo que no son libros principales sino material de apoyo.

Bien harían las autoridades de Educación si pidieran a todos los maestros del país que iniciaran sus clases discutiendo el tema con sus alumnos: “Queridos niños, los libros que tienen en sus manos están plagados de errores. Vamos a revisarlos, para que ustedes nunca metan la pata de esa manera.”

Apuesto mi menú de mañana a que todos los escolares que analizaran esas faltas con apoyo de sus profesores, no las cometerían nunca en sus vidas. Sería una buena oportunidad para debatir sobre el “plancton” y los “náufragos” de la política local. En cualquier caso, estamos en la casa del jabonero.

jueves, 31 de diciembre de 2009

2009: Unas de cal, otras de arena




La memoria del hombre es selectiva. En el equipaje mental guardamos sobre todo lo útil. Aquello que nos desagrada, lo que nos causa cierta molestia, pasa a un segundo plano, al limbo que precede al olvido. De estos doce meses, me quedo con la sonrisa de mis hijos: el diploma de Daniela en la clausura de su año escolar; el pulgar levantado de Juan Pablo, la alegría de Álvaro por haber aprendido a leer.

Para mí, este año me dejó unas de cal y otras de arena. Como no sé si las buenas son las de cal o son las de arena, diré simplemente que logré las tres metas que me propuse el 31 de diciembre de 2008. Las malas vinieron por el lado del diario. El proyecto que trabajamos en equipo y al que dedicamos numerosas reuniones de planificación, se frustró en el camino. En todo caso, después coordinamos.

Esta noche, haré otros tres compromisos de fondo, para recordarme siempre que la vida es para vivirla, pero sobre todo para lucharla.

viernes, 18 de diciembre de 2009

Reflexiones al filo de la medianoche

El mundo está lleno de libros preciosos que nadie lee, advierte el semiólogo italiano Umberto Eco. Lo que ocurre con los diarios es parecido: en todo el planeta, ejércitos de periodistas dedicamos jornadas valiosas a producir información para un público al que consideramos masivo, pero cuyos intereses están cada vez más segmentados y alejados de la parte de realidad sobre la cual se enfocan los reflectores de la prensa.

Con índices de lectoría en picada y resultados de distribución y venta poco atractivos para las agencias que deciden el reparto de la torta publicitaria, los diarios jugamos nuestras últimas cartas al “valor agregado” que sugieren los expertos en mercadeo. Y, así, terminamos vendiendo discos, novelas, recetas de cocina y carros en miniatura. “Usted compra su coleccionable y el periódico le llega de cortesía.”

¿Qué falló con los diarios: el emisor, el mensaje, el receptor? La respuesta sale en paquete. El público cambió para siempre con la irrupción de la televisión. Tarde o temprano, el “homo videns” de Giovanni Sartori será la especie dominante sobre la Tierra; ese ser que lee pero no comprende, que mira pero no piensa, porque terminó por amoldarse a la comodidad de una imagen que no le exige ejercicios de abstracción.

Varió también el mensaje, principalmente en sus formas. En menos de medio siglo, el texto dejó de ser el referente de verdad, para convertirse en vehículo de opinión. El video es la realidad, la palabra es la reflexión. En esa suerte de división natural del trabajo informativo, a la prensa le ha tocado la parte más engorrosa: motivar el pensamiento crítico en un público que no quiere leer, por pereza o por involución.

Lo que no ha cambiado mucho es la visión que tiene el emisor-periodista sobre sí mismo. Muchos de los colegas no terminan de procesar su propia condición de pieza menor en la maquinaria de las noticias. Y siguen pensando que los problemas se resolverán con un poco más de ingenio para crear contenido multimedia, con más fotografía digital y recursos tecnológicos para armar portales algo más vistosos.

Pero aun los escépticos y apocalípticos de la comunicación aceptarían que la convergencia de medios y su potencial pueden dar pistas para superar el estado de coma en que se encuentran muchos diarios. Otra alternativa es el reenfoque de contenidos, proceso en que el periodista Mark Briggs tiene acumulada cierta experiencia. “La siguiente frontera de la comunicación es local”, vaticina el profesor del Knight Center.

Hay tal cantidad de datos circulando en la red que la gente no tiene capacidad ni tiempo para absorber una oferta de esas dimensiones. Y, entonces, el periodismo encuentra una veta para proyectar su labor, sobre la base de referentes locales que le darían sentido y utilidad a sus informaciones. Si hace un año el grito de batalla era el “block to block”; hoy todo hace sospechar que podría ser el “door to door”.

¿Cuál será el desenlace de esta novela? Por lo pronto, más bajas en las filas de los periódicos. En segundo término, más publicaciones electrónicas sin costo para el usuario. Tercero, menos lectores, indudablemente. Y por último, más cursos en línea para aprender periodismo digital. Como si la respuesta a la crisis viniera por el lado del diseño y no desde una más consistente definición de contenidos. Hagan sus apuestas.

Turner, Warwick, Summer

Pendiente para cuando me anime.

miércoles, 2 de diciembre de 2009

El televisor y la tierra plana

Al final de mi infancia, la tierra todavía era plana. En 1972, llegamos de Chincha en el Ford amarillo de mi papá para instalarnos en San Felipe, y cinco años más tarde mis conocimientos de geografía aplicada llegaban solo hasta los maizales de Carabayllo por el este, y a la invasión de San Carlos por el oeste.


Por el norte, mi hermano Lucho, mis amigos del jirón Paita y yo, alguna vez incursionamos en las chacras donde después se levantaría la urbanización Tungasuca; y por el sur, el horizonte se recortaba en los cerros de Collique con sus murallas preincas, junto a la avenida Túpac Amaru.


Nuestro barrio terminaba a dos cuadras de mi casa, en un descampado donde los choferes de la línea 78 instalaron su último paradero. Esos buses pintados de rojo, con franja blanca debajo de las ventanas, eran la única posibilidad de contacto con el centro de Lima y cubrían la ruta Comas-Dos de Mayo en una hora con diez minutos.


Hasta hoy no sé por qué, pero en San Felipe todos los domingos eran soleados. Mi mamá fue la primera en notarlo, así que invitaba a mis tíos a que nos visitaran precisamente esos días. Los fines de semana no teníamos más obligación que hacer las tareas escolares y nos quedaban las tardes libres para disfrutar a nuestras anchas en el patio del fondo, en el segundo piso, o con los amigos que vivían cerca al Colegio 2049.


Un manzano y un palto crecían en el jardín posterior, y una acacia y un caucho de tronco grueso adornaban el jardín delantero. Además, mi papá había sembrado una buganvilla que floreaba de fucsia intenso a un costado de la cochera. Teníamos una campanilla, un cardenal, un jazmín y un floripondio, orejas de elefante, costillas de Adán, hierbaluisa, siemprevivas y helechos. Atrás, una parra daba sombra y racimos de uva sobre un patio de piso rojo, donde armamos dos columpios con soga y asientos de madera. Allí mismo, alguna vez cultivé nabos y rabanitos.


Por varios años, nuestro televisor fue el mismo que nos acompañó en la mudanza Chincha-Lima: un rectángulo de madera con cuatro patas oblicuas, una pantalla verdosa y dos perillas del tamaño de una mandarina, una para cambiar los canales y otra para graduar el volumen. La marca del aparato no la recuerdo; lo que no olvido nunca es que sus imágenes eran en blanco y negro y que funcionaba una vez a las quinientas.


Algunas tardes, conversando con mi hermana Patricia y mi mamá en la casa de Santa Isabel, nos hemos preguntado si no habrá sido por ese bendito aparato y sus fallas permanentes que todos nosotros salimos tan buenos alumnos en el colegio. Mi hermana Camucha es imbatible en todas las materias; Lucho es genial en matemáticas, lo mismo que Patty. Humildemente, yo me defiendo en todo aquello que no es ciencias y que la gente, para abreviar, prefiere llamar simplemente “letras”.


Por culpa de ese maldito televisor, por ejemplo, nunca pude participar con seguridad en las conversaciones de mis amigos sobre las aventuras de Marco, la adaptación en dibujos animados de una de las historias de la novela Corazón. De todos los capítulos de media hora que transmitió el Canal 5 con sintonía total por los años 70, nosotros habremos visto completos no más de cuatro.


Cuando tratábamos de regular los tonos claros y oscuros para apreciar mejor las imágenes, aparecían rayas horizontales que malograban todo. Cuando lográbamos estabilizar el cuadro, se iba el sonido. Y cuando recuperábamos las voces, la pantalla se partía en dos e invertía la imagen, de modo que veíamos los zapatos arriba y los pelos abajo. Cuando resolvíamos todas esas deficiencias, el programa había terminado.


Al pobre armatoste le hacíamos cosas con alicates, desarmadores y alambres. Sin embargo, puedo decir con orgullo que nunca recurrimos al método del martillazo.


Con la astucia adquirida en sus años de maestra rural, mi mamá nunca mandó a arreglar en serio ese televisor. Venía un técnico, destapaba la máquina y pedía que compráramos repuestos para reemplazar los tubos quemados. Mi mamá recibía el papelito con las indicaciones y respondía: “Lo llamaré cuando haya comprado las piezas nuevas.” Nunca llamaba.


Así pasamos varios años, aplicando una variante del evangelio de San Mateo: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el televisor.” Nuestras noches no eran de telenovela sino de conversaciones. Teníamos libros por toda la casa y los revisábamos tendidos de barriga sobre los vinílicos de la sala. Escuchábamos la radio, contábamos cuentos de fantasmas y recorríamos continentes con la imaginación, volando sobre los mapas de un Atlas gigante de tapa dura, que vino de regalo con la enciclopedia Temática de catorce tomos.


Gracias ese aparato de cuatro patas, yo no vi Marco en dibujos animados, pero sí leí “De los apeninos a los andes” –más emotiva, más dolorosa, más contundente– en las páginas de Corazón, contada en palabras del propio Edmundo de Amicis. Con mis hermanos pasó lo mismo: cada uno aprovechó a su manera aquellos tiempos de sequía televisiva.


En Buenos Aires, hace un par de años, cuando visité Caminito con María Ynés, los murales sobre inmigrantes italianos cerca del puerto me transportaron a la historia de Marco y su mono, a mi viejo televisor blanco y negro, a la mirada de mi mamá. Y aterricé como por arte de magia en mi infancia en San Felipe, cuando la tierra era todavía nueva e inevitablemente plana.