martes, 2 de junio de 2009

A un pasito de Lima

En un fin de semana cualquiera, llegar a la provincia de Canta sale más barato que pedir un taxi de Breña a La Molina. ¿Cómo? Con un sol cincuenta, tomas en la plaza Bolognesi una combi hasta el kilómetro 22 de la avenida Túpac Amaru y te bajas a la altura de la comisaría de El Progreso. Allí, subes a una station wagon que te llevará al Valle del Ensueño en poco menos de dos horas, por la módica suma de 10 soles. Así de fácil.


Esta tarifa no vale para los días de fiesta. Si quieres ir en Semana Santa, 28 de Julio, Año Nuevo o algún feriado largo, la cosa cambia: multiplica todo por tres y ruega al beato de tu preferencia por la gracia de encontrar, primero, transporte y, después, alojamiento.


La semana pasada, en una visita relámpago a Canta, tuve por fin la oportunidad de conocer Cantamarca. Me habían hablado de ese sitio arqueológico desde los tiempos de Óscar Pacheco, el profesor de Taller de Fotografía en San Marcos, asiduo promotor de muy comentados “viajes de estudio”. La verdad, yo nunca tomé de manera formal uno de sus cursos, pero me colé en su grupo un par de veces para conocer Marcahuasi y Obrajillo.


El viernes llegamos a Canta como a las 11.00 de la mañana, previa parada en Santa Rosa de Quives. ¿Qué te puedo decir de la carretera? Si la comparas con la ruta Tocache-Santa Lucía, entonces los 102 kilómetros de esta subida hacia al este de Lima están regios. Sin embargo, no tiene punto de comparación, por ejemplo, con el tramo Pisco-Huaytará. De todos modos, lo mejor es avanzar despacio, para no maltratar llantas, amortiguadores y suspensión entre tanto bache y badén.


En Canta, el hospedaje Santa Catalina cobra 50 soles la noche, incluida la cochera. Es una casona antigua, acogedora, con escaleras y piso de madera y techo a dos aguas. Pero en Obrajillo encontramos un lugar más amplio, se puede decir que moderno, de cuatro pisos y limpio. Cada dormitorio de La Cabaña tiene dos camas de dos plazas: si pagas 50 soles, usas las dos; y si pagas 30, usas solo una.


La única desventaja es que tienen un servicio de televisión por cable que parece contratado al mismísimo Hugo Chávez. Por más que hice zapping con insistencia testaruda, solo encontré a Daniel Ortega homenajeando a las madres de Nicaragua; al propio Chávez inaugurando una planta de energía en algún lugar de Venezuela; a políticos bolivianos discutiendo sobre gober- nabilidad; y a “intelectuales” argentinos analizando la importancia de coleccionar versiones de La Caperucita Roja en todos los idiomas. Aparte de eso, pues NatGeo con señal muy pobre, un canal que pasaba noticias en texto mientras un narrador hablaba de cualquier cosa y los mexicanos de siempre, con sus ñoños y chimoltrufias.


Lo mejor del paseo fue conocer Cantamarca. Después de guardar nuestras cosas, tomamos una patasca en la plaza de armas de Obrajillo y subimos a Canta decididos a hacer el tour hacia la laguna de La Viuda. Era muy tarde: las coasters salen a las 9.00 de la mañana para un recorrido de cinco horas y están de regreso como a las 3.00 de la tarde, para un almuerzo reparador.


Como no queríamos volver al hotel con las manos vacías, preguntamos por cómo llegar a Cantamarca. Hay dos alternativas, nos dijo un vendedor de guantes y chullos. “Pueden subir a pie, lo que les tomará como tres horas”. ¡Descartado, mi hermano!, pensé. “O pueden pagar un taxi, negociando un buen precio con el chofer, que puede ser como 60 soles por los dos, subida, espera y retorno”, agregó el muchacho.


En el paradero de las combis Canta-Obrajillo, conocimos a Eliseo, el conductor de un viejo Toyota Carina petrolero que se hizo el que calculaba combustible, tiempo y desgaste de su unidad para decirnos “¡Sesenta, con espera y guiado!”. Al final aceptó 45 soles, con la posibilidad de que si encontraba algún pasajero en el camino, lo subiría para compensar el descuento. Era una salida salomónica.


Cantamarca está en la cima de un cerro con una loma saliente desde la cual se puede apreciar casi todo el valle del Chillón. Al oeste, las siluetas de los cerros cercanos a Lima; y al este, los azulados contornos de la cordillera.


El sitio arqueológico en sí mismo es una pequeña maravilla: construcciones centenarias de formas circulares, con muros de piedra y una columna central de cono invertido que soporta un techo también de piedra, cubierto de tierra sobre la que crecen plantas pequeñas. No son más de ochos o diez casitas, dos de ellas muy bien conservadas, pero la mayoría destruida por el huaqueo y el abandono. En la parte más alta del cerro, una explanada cercada por un parapeto acoge a la cruz del pueblo y a una capilla, donde se guardan las andas y los adornos para la fiesta de mayo.


Dos cosas nos llamaron la atención sobremanera: primero, el que nadie esté a cargo del cuidado físico de este sitio histórico y, segundo, la cantidad de basura que dejan los celebrantes de la fiesta de la cruz. En cualquier caso, date un tiempo, date un gusto. Puedes conocer esta belleza en un solo día.