lunes, 29 de marzo de 2010

Un chifita con Manuel Jesús Orbegozo


Sentado a la mesa de un chifa en San Antonio, con algunos de sus ex alumnos de periodismo, Manuel Jesús Orbegozo aprovecha la hora del almuerzo para dejar de lado la posición de maestro y tomar, una vez más, la condición de amigo.


Desde la sopa wantán con que abrimos nuestra faena, estoy siguiendo con atención las palabras y el tono de sus comentarios. Y a estas alturas, cuando un tallarín humeante domina el centro de la rueda de comensales, no me queda ninguna duda: Orbegozo va a despedirse.


Lleva una guayabera cacao claro y un pantalón gris. Los bigotes son los de siempre, los mismos que usaba en la universidad, aquellos con que aparece en sus fotos junto a Pelé, la Madre Teresa, Arafat y otros personajes que en las décadas finales del siglo pasado coparon la escena mundial.


Habla más quedo, escucha menos y responde una cosa por otra. Selecciona sus alimentos, coloca las carnes más secas a un costadito del plato, separa las verduras de pulpa vidriosa y arrima con el tenedor los cartílagos. Eso es natural a los ochentaitantos.


Acaba de contarnos que enfermó de tristeza cuando se jubiló en San Marcos, que la vida suele ser dura si uno no tiene cerca a la gente que más quiere, y que el cardiólogo le ha recetado un poco más de amistad cada día. “Va a despedirse”, digo dentro de mí, mientras acomodo un pequeño trípode al costado de mi vaso de Inca Kola, para grabar un minuto de video.


“No me dejen, soy feliz cuando los veo. Reúnanse; ustedes han crecido juntos, no solo como profesionales sino también como personas. Las puertas de mi casa están abiertas para ustedes.”


Orbegozo es uno de los periodistas más prolíficos del país. Las anécdotas y las historias detrás de sus reportajes están regadas en Internet. Pero oírlas una vez más, en la voz del protagonista principal, tiene su encanto.


Y, entonces, lo seguimos en sus andanzas por África cuando juzgaron a Bokassa; en su pueblo natal donde descubrió el poder fiscalizador de la prensa, en sus viajes por Asia y sus incursiones en Europa, y en sus ocho vueltas al mundo como cronista de un diario cuya posición en ciertos momentos críticos de la historia local es discutible.


Una hora más tarde, la gallina tipakay y el pollo enrollado también han pasado a mejor vida. El chaufa especial recibe los últimos picotazos desde mi sitio. El mozo ronda nuestra mesa, como esperando que le pidamos la cuenta. De pronto, Orbegozo confirma lo que yo sospechaba, e inicia una suerte de despedida: “Cuando me muera, que solo los sanmarquinos me lleven a la tumba. Nadie más”.


Sorprendidas, Mariella y Susana sueltan un quejido: “¡Ayyy… no diga eso, profesor!”. Antonieta le da unas palmaditas en el hombro, tratando de consolar a un hombre que no pide consuelo. Y Sarita me mira, sin saber qué decir ante lo que parece ser la expresión de un último deseo.


A Manuel Jesús lo han tildado de “humalista” por ciertos comentarios en la campaña electoral de 2006; lo han criticado sin piedad por su defensa del régimen chino tras la masacre de Tiananmen en 1989; y lo han llamado hasta “lacayo de los Miró Quesada” por trabajar más de tres décadas en El Comercio.


Hacia finales del régimen fujimorista, Orbegozo fue director del diario El Peruano. Y cuando tuvo que aplicar una política de reducción de personal en el periódico del Estado, algunos de sus ex alumnos que perdieron el puesto dijeron que él se había convertido en un desalmado. Lo que nadie podrá decir con sustento es que Manuel Jesús ha sido un mal maestro.


“No quiero que nadie más me lleve a la tumba, por favor –repite, poniendo énfasis en cada sílaba, con el tono de quien da una orden inamovible–. Ningún político, ninguna autoridad, solo mis alumnos, solo los sanmarquinos”.


El chifa de San Antonio ha quedado vacío, a excepción de nuestra mesa. El mozo trae una boleta detallada. Son ciento setenta soles que Orbegozo cancela de prisa, sin darnos la oportunidad de compartir gastos. “Pero, profesor, déjenos pagar a nosotros”, reclama Mariella. Manuel Jesús se limpia los bigotes con una servilleta de papel y sonríe: “La próxima, invitan ustedes”.