viernes, 2 de octubre de 2009

El papel y la red: ¿excluyentes o complementarios?

Cuarenta años atrás, cuando la gente tenía que comprar el diario y darse el trabajo de leerlo de cabo a rabo para enterarse de lo que pasaba en el mundo, la tarea de editar un periódico con las notas “de ayer” tenía una justificación razonable.


Excepto una que otra entrevista, los noticieros de la radio local se apoyaban en resúmenes de lo publicado en la prensa, mientras que el alcance y la cobertura de la televisión eran todavía limitados. Así, los medios de información por excelencia eran los periódicos.


Hoy, sin embargo, redactores y editores sabemos que no tiene mucho sentido dedicar secciones enteras a presentar solo lo que ocurrió el día anterior, como si tratáramos con un público que no escucha radio, no ve televisión ni navega en la red.


En Lima Metropolitana, el 22.6 por ciento de las familias tiene acceso a Internet en casa; mientras que en el resto urbano del país la penetración en los hogares alcanza al 8.2 por ciento, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística e Informática.


El proceso de cambios como consecuencia de los avances en la tecnología obliga a modificar enfoques a todo nivel. Los estudios sociológicos y de mercadotecnia, por ejemplo, hace mucho que dejaron de hablar solo de “ciudadanos”, para pasar a analizar a los sujetos también como “consumidores” y luego como “internautas”.


Los indicadores sobre uso de Internet van en aumento y eso explica por qué los diarios más importantes –también las principales estaciones de radio y televisión— apuestan por difundir su información en línea, actualizándola en tiempo real y enriqueciéndola con el aporte de su público.


En este mismo momento, los grupos de comunicación más serios están reservando para sus ediciones en papel una función abiertamente diferente a la de difundir notas redactadas con la técnica de la pirámide invertida.


Entre los periodistas con los que trabajo a diario, existe claridad respecto a este dilema. No es “la red o el papel” como alternativas excluyentes, sino “la red y el papel” como soportes complementarios.


En cualquier caso, si queremos permanecer en el periodismo, no es momento de medias tintas. Insistir en un diario que solo les cuenta a sus pocos lectores lo que pasó ayer es navegar contra la corriente. Más que eso: es cometer suicidio financiero tomando el veneno con cuentagotas. Salvo que nuestro rubro no sea precisamente la información. ¿Será cierto eso?


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PIE DE PÁGINA. Ayer brindamos por el Día del Periodista. Las fotos corresponden a esta pequeña celebración “in house”.

martes, 29 de septiembre de 2009

¿La sobrepenalización del delito menor favorece al crimen organizado?

En sintonía con el estado de ánimo de la gente, la prensa y los periodistas alientan el endurecimiento de las penas contra el delito menor, sin detenerse a reflexionar sobre las implicancias de su demanda.


El público lo pide: A Lurigancho el “cogotero” de la avenida Alfonso Ugarte; a Canto Grande el piraña que aplica la técnica del “bujiazo” para llevarse una radio que venderá en la cachina a veinte soles; a Sarita Colonia el ladrón de teléfonos celulares que ronda las academias de Wilson.


Los políticos captan el mensaje y hacen lo suyo. A principios de setiembre, la Comisión de Justicia del Congreso aprobó una serie de modificaciones a la legislación penal, incluyendo una sanción de 12 años de cárcel para el ladrón reincidente, sin importar el monto de lo robado.


“Esta es la partida de defunción para estos delitos, porque no importa el monto de la falta cometida contra la ciudadanía; si (el ladrón) es reincidente, será sancionado con pena privativa”, explica el parlamentario Rolando Sousa, granjeándose el aplauso de los internautas que opinan en las páginas web de los medios de Lima.


La gente está harta del robo callejero y de los asaltos a domicilio. No obstante, si de partidas se trata, aún queda mucho por evaluar en el campo de la seguridad ciudadana. Es probable que esta sea la “partida de defunción” del delito menor –como aseguran los otorongos–, pero puede ser también la “partida de bautizo” del crimen organizado.


¿Alguien puede dudar, acaso, de que la cárcel es la universidad de la delincuencia? La mayor parte de los secuestros cometidos en los últimos tres años en el país se planificó en las celdas de los penales de máxima seguridad. Y de allí salieron también las órdenes para sangrientos ajustes de cuentas con muertos y heridos.


Meses atrás, el distrito de Pueblo Libre puso a funcionar su Registro Digital de Infractores, para fichar a todo aquel que fuera sorprendido haciendo pillerías en esta jurisdicción. El alcalde Rafael Santos celebra los resultados de su iniciativa: “Aquí, la delincuencia disminuyó en 50 por ciento”, asegura. Es decir, los rateros migraron a los barrios vecinos.


El problema de fondo es que la sobrepenalización del delito menor terminará favoreciendo al crimen organizado. Por paradójica que resulte la escena, si para un ladrón al paso ya no es negocio “trabajar” por su cuenta, a la corta o a la larga terminará enrolado a bandas de alcance mayor, que le proporcionarán seguridad –faltaba más– y recursos en flujo constante.


No es necesario ser un gurú de las políticas públicas para prever que las mafias de la droga, por ejemplo, tendrán la mesa servida para captar con mayor facilidad a estos elementos, que actuarán bajo sus órdenes como “burriers”, vendedores al menudeo, sicarios, lavadores de dinero y soplones a sueldo.


El canciller García Belaunde acaba de informar en la ONU que el Estado peruano invierte 600 millones de dólares al año para luchar contra el narcotráfico, un enemigo que mueve treinta veces más: 20 mil millones de dólares que le permiten saltar sin mayor dificultad los controles de la ley. Por eso, las prisiones están llenas de “burros”, pero no de “barones de la droga”.


Si la estrategia contra el delito se limita a meter más gente a la cárcel, estamos en la ruta incorrecta. Hace falta diseñar también políticas eficaces de reinserción social y, sobre todo, garantizar oportunidades de educación de calidad y empleo para los jóvenes, que constituyen el sector más vulnerable en un contexto de crisis y crimen en alza.


Aun cuando la pobreza no es justificación para el delito, hay que aceptar que sí crea condiciones para su expansión. En medio de este panorama complejo, los modelos de consumo que proyectan los medios de comunicación aportan muy poco en una tarea de contención que debería ser colectiva y de consenso.


Así como la policía, los jueces y los fiscales tienen un papel importante que cumplir, es urgente que los ciudadanos y el sector privado asuman también su cuota de responsabilidad en esta lucha, antes de que el país termine irremediablemente cubierto por el manto oscuro del crimen organizado.