Pronto se cumplirán cuatro años desde la fecha en que la vida me hizo un guiño de ojos. El destino, si existe, me colocó en una encrucijada y al mismo tiempo me ofreció una solución, envuelta con papel de regalo en las manos y la inteligencia de un ser maravilloso.
La mañana del 27 de julio del 2005, la enfermera que me condujo en camilla al quirófano del hospital Almenara me preguntó cómo había descubierto la enfermedad. “Ardor en la boca del estómago, vómitos y un diagnóstico certero”, respondí. Le hablaba del doctor José Valdivia, el médico que apenas me reponía de la endoscopia y los efectos de la anestesia, me comentó con tono enérgico y sereno: “Tienes que operarte.”
Lo confieso ahora. Me escondí de mis amigos durante varios meses de silencio. No sabía qué decir. Como me pasó con muchas de las personas a las que quiero, sentí que los defraudaba. Tontamente, creí que alguien que toda la vida se jactó de ser un tipo fuerte, no podía aparecer un buen día diciendo: “Me han encontrado un cáncer.”
En el pasillo del pabellón 2-A de Cirugía de Abdomen, conversé una tarde de agosto de ese año con José Carlos Chaman, mi primo, una eminencia local en transplantes de hígado. Recién recuperado de la operación, le pregunté por la eficacia de la quimioterapia para casos de linfoma de estómago. “¡Vas a vivir hasta los 97 años!”, me contestó, con una sonrisa que me hizo recordar a mi padre.
En abril de este año, tendré que volver al consultorio del doctor José Robledo. ¿Qué significa el término “inefable”? Inefable es todo aquello que no se puede describir con palabras. Y aunque generalmente la expresión se utiliza con un sentido agresivo, debo decir que el doctor Robledo es un ser inefable.
Le calculo unos 55 años. Ni alto ni bajo, robusto, blanco, cabello oscuro sobre las sienes. Usa lentes con monturas de carey, tiene los ojos pequeños, la mirada profunda y la nariz recta. Unos bigotitos negros adornan el espacio sobre sus labios.
Al quinto día después de internarme en el hospital, el doctor Robledo y su equipo me dedicaron media hora para explicarme lo que harían con mi linfoma. A mí y a todos los internos del pabellón de Abdomen, nos describieron la diferencia entre un linfoma y un adenocarcinoma, las posibilidades de curación sin cirugía, los riesgos de la operación y todo lo que harían en mi organismo, una vez que me abrieran en dos desde el esternón hasta la pelvis. “No te preocupes, Chaman. Mañana te opero”, fue lo último que dijo, antes de darme un apretón de manos.
Hacia finales de agosto, cuando trataba de acostumbrarme a mi nueva estructura interna y a comer cinco raciones pequeñas por día, estuve nuevamente en su consultorio. Mientras me expedía la orden para una tomografía, una radiografía y unos exámenes de sangre, me miró con ternura paternal.
– No te van a encontrar nada pero, igual, hazte estas pruebas.
– Doctor, ¿cómo puede estar tan seguro?–, le pregunté, entre dubitativo y preocupado.
– Hijo, tú estás curado–, sentenció, alcanzándome el papel con su firma y sus indicaciones.
El día de la operación me extirparon el estómago, me sacaron muestras de hígado, páncreas, riñones e intestinos para biopsias y retiraron 36 ganglios de la zona intervenida. Ninguno de ellos estaba afectado.
“¡César, tengo buenas noticias para ti! –comentó el doctor Robledo, la mañana en que me dio de alta–. El linfoma había afectado sólo dos de las cuatro capas del estómago, las dos capas internas, y todos tus ganglios han dado negativo. En resumen, el mal estaba en un estado inicial y lo hemos eliminado por completo con la operación.”
Un par de semanas más tarde, los análisis confirmaron las impresiones iniciales del cirujano. Las biopsias de hígado, páncreas, huesos, riñones y médula ósea también dieron negativo; todos los tejidos están libres de neoplasia. La tomografía no reportó nada anormal y las pruebas de sangre presentaron un panorama alentador.
Soy el mismo, pero soy otro. He bajado de peso, alrededor de quince kilos. Como menos, apenas la tercera parte de lo que comía antes. Mis amigos dicen que se me ve más joven y mis amigas más cercanas –las de siempre— tratan de animarme diciendo que se me ve guapo. Yo les digo que les creo y me río. El doctor Robledo bromea conmigo: “¡Gordo, te hemos hecho la operación de Maradona, ahora estás simpaticón!” Él es un hombre maravilloso.
El 22 de noviembre de 2005, mi madre cumplió 72 años. Recién a las seis de la tarde pude llamarla desde el Hospital de Enfermedades Neoplásicas para felicitarla y contarle que me había ido bien en mi primer control tras la operación. El oncólogo Carlos Más me explicó que no había evidencias de enfermedad, que las nuevas pruebas de médula ósea, huesos y sangre, los rayos X y la tomografía indicaban que, en mi caso, no quedaba cáncer que tratar. “No hay razón para pensar en quimioterapia, ninguno de tus exámenes da pistas de neoplasia. Ven en febrero para tu siguiente evaluación.”
Ser otro es un asunto relativo. En cualquier caso, existe un espacio reservado para mis amigos en mi corazón y en mis pensamientos. Hay una frase del doctor Robledo que recuerdo siempre con emoción: “Dios y la naturaleza han sido generosos contigo, hijo. Anda, disfruta de la vida.” La comparto ahora con ustedes, como prueba de cariño. Cuando me acuerdo de él y su sabiduría –de médico, de hombre—, no puedo evitar que se me escapen algunas lágrimas.
La mañana del 27 de julio del 2005, la enfermera que me condujo en camilla al quirófano del hospital Almenara me preguntó cómo había descubierto la enfermedad. “Ardor en la boca del estómago, vómitos y un diagnóstico certero”, respondí. Le hablaba del doctor José Valdivia, el médico que apenas me reponía de la endoscopia y los efectos de la anestesia, me comentó con tono enérgico y sereno: “Tienes que operarte.”
Lo confieso ahora. Me escondí de mis amigos durante varios meses de silencio. No sabía qué decir. Como me pasó con muchas de las personas a las que quiero, sentí que los defraudaba. Tontamente, creí que alguien que toda la vida se jactó de ser un tipo fuerte, no podía aparecer un buen día diciendo: “Me han encontrado un cáncer.”
En el pasillo del pabellón 2-A de Cirugía de Abdomen, conversé una tarde de agosto de ese año con José Carlos Chaman, mi primo, una eminencia local en transplantes de hígado. Recién recuperado de la operación, le pregunté por la eficacia de la quimioterapia para casos de linfoma de estómago. “¡Vas a vivir hasta los 97 años!”, me contestó, con una sonrisa que me hizo recordar a mi padre.
En abril de este año, tendré que volver al consultorio del doctor José Robledo. ¿Qué significa el término “inefable”? Inefable es todo aquello que no se puede describir con palabras. Y aunque generalmente la expresión se utiliza con un sentido agresivo, debo decir que el doctor Robledo es un ser inefable.
Le calculo unos 55 años. Ni alto ni bajo, robusto, blanco, cabello oscuro sobre las sienes. Usa lentes con monturas de carey, tiene los ojos pequeños, la mirada profunda y la nariz recta. Unos bigotitos negros adornan el espacio sobre sus labios.
Al quinto día después de internarme en el hospital, el doctor Robledo y su equipo me dedicaron media hora para explicarme lo que harían con mi linfoma. A mí y a todos los internos del pabellón de Abdomen, nos describieron la diferencia entre un linfoma y un adenocarcinoma, las posibilidades de curación sin cirugía, los riesgos de la operación y todo lo que harían en mi organismo, una vez que me abrieran en dos desde el esternón hasta la pelvis. “No te preocupes, Chaman. Mañana te opero”, fue lo último que dijo, antes de darme un apretón de manos.
Hacia finales de agosto, cuando trataba de acostumbrarme a mi nueva estructura interna y a comer cinco raciones pequeñas por día, estuve nuevamente en su consultorio. Mientras me expedía la orden para una tomografía, una radiografía y unos exámenes de sangre, me miró con ternura paternal.
– No te van a encontrar nada pero, igual, hazte estas pruebas.
– Doctor, ¿cómo puede estar tan seguro?–, le pregunté, entre dubitativo y preocupado.
– Hijo, tú estás curado–, sentenció, alcanzándome el papel con su firma y sus indicaciones.
El día de la operación me extirparon el estómago, me sacaron muestras de hígado, páncreas, riñones e intestinos para biopsias y retiraron 36 ganglios de la zona intervenida. Ninguno de ellos estaba afectado.
“¡César, tengo buenas noticias para ti! –comentó el doctor Robledo, la mañana en que me dio de alta–. El linfoma había afectado sólo dos de las cuatro capas del estómago, las dos capas internas, y todos tus ganglios han dado negativo. En resumen, el mal estaba en un estado inicial y lo hemos eliminado por completo con la operación.”
Un par de semanas más tarde, los análisis confirmaron las impresiones iniciales del cirujano. Las biopsias de hígado, páncreas, huesos, riñones y médula ósea también dieron negativo; todos los tejidos están libres de neoplasia. La tomografía no reportó nada anormal y las pruebas de sangre presentaron un panorama alentador.
Soy el mismo, pero soy otro. He bajado de peso, alrededor de quince kilos. Como menos, apenas la tercera parte de lo que comía antes. Mis amigos dicen que se me ve más joven y mis amigas más cercanas –las de siempre— tratan de animarme diciendo que se me ve guapo. Yo les digo que les creo y me río. El doctor Robledo bromea conmigo: “¡Gordo, te hemos hecho la operación de Maradona, ahora estás simpaticón!” Él es un hombre maravilloso.
El 22 de noviembre de 2005, mi madre cumplió 72 años. Recién a las seis de la tarde pude llamarla desde el Hospital de Enfermedades Neoplásicas para felicitarla y contarle que me había ido bien en mi primer control tras la operación. El oncólogo Carlos Más me explicó que no había evidencias de enfermedad, que las nuevas pruebas de médula ósea, huesos y sangre, los rayos X y la tomografía indicaban que, en mi caso, no quedaba cáncer que tratar. “No hay razón para pensar en quimioterapia, ninguno de tus exámenes da pistas de neoplasia. Ven en febrero para tu siguiente evaluación.”
Ser otro es un asunto relativo. En cualquier caso, existe un espacio reservado para mis amigos en mi corazón y en mis pensamientos. Hay una frase del doctor Robledo que recuerdo siempre con emoción: “Dios y la naturaleza han sido generosos contigo, hijo. Anda, disfruta de la vida.” La comparto ahora con ustedes, como prueba de cariño. Cuando me acuerdo de él y su sabiduría –de médico, de hombre—, no puedo evitar que se me escapen algunas lágrimas.
(Para ver las fotos de nuestro reencuentro en la casa de Gri, click en el titular de este post).
Una gran crónica y un testimonio de valor, falta ahora publicar algunos poemas de nuestra época sanmarquina y algunas anécdotas, como cuando casi nos vamos a Huancayo de polizontes y ropa de fulbito, o cuando pediamos carné para entrar a San Marcos, ja ja ja...
ResponderEliminarUn abrazo
Marilú y Eduardo
Cesitar
ResponderEliminarTe felicito mucho por esa publicacion me parecio muy positiva la forma de como hablaste de esto, tuve la suerte de estar cerca de ti cuando esto paso y dejame decirte que admire tu fortaleza y tus ganas de vivir, siempre estuviste fuerte, lo mas lindo de todo esto es como Dios es tan maravilloso y perfecto de poner en tu vida a las personas indicadas en este caso al Doctor y muchos angeles como Marinez que estuvieron a tu lado,lo que creo de ti es ke eres afortunado estuviste rodeado detodo el amor de Dios y de tu familia, Dios tiene una mision para ti por eso te protegio y tu con mucho valor saliste adelante..Te aprecio mucho mi cunhado favorito!!! admiro tu fortaleza de corazon y la familia maravillosa ke tienes ..con mis sobrinos hermosos y tb misobrina ..te envio un enorme abrazo..que Dios te bendiga siempree...
MYLY